sábado, 28 de febrero de 2009

Límites de la libertad de expresión

Autor: Natan Lerner

Dos hechos totalmente diferentes tornan actual el difícil problema de los límites de la libertad de expresión cuando ésta afecta, o es susceptible de afectar, a comunidades religiosas o étnicas. La referencia es a la actividad de un negador sistemático del Holocausto, el obispo Richard Williamson, y al incidente del que fue protagonista el titular de un programa cómico del Canal 10 de la televisión de Israel que, al ridiculizar ciertos dogmas de la Iglesia cristiana, hirió los sentimientos de los cristianos del país. Contribuye a vincular los dos temas una declaración no muy feliz de los voceros del Canal, que arguye que el programa fue una ``reacción satírica'' a la negación del Holocausto por el obispo ``y a la decisión del Papa de restituirlo al seno de la Iglesia Católica`` (cito del texto publicado en ``Haaretz'' del 22 de febrero). El Vaticano, por su parte, condenó el programa que, en su opinión, fue una afrenta a la ``santidad de Jesús y María''. En la Galilea hubo manifestaciones de árabes cristianos condenando la burla y exigiendo medidas contra el actor, que presentó sus excusas, como lo hizo también la asesora legal del Canal implicado.
A otro nivel, en la Argentina, las autoridades decidieron expulsar del país al obispo cavernario, otorgándole un plazo de diez días para cumplir la sanción. Lo echan porque ``desnaturalizó su función y para el Gobierno argentino resulta intolerable la presencia irregular en el país de una persona que ha agraviado a la humanidad con manifestaciones antisemitas''. (``La Nación'', febrero 20).
Cabe subrayar que el Vaticano desautorizó las manifestaciones negacionistas del individuo y congeló las medidas para restablecer la posición de Williamson, miembro de la facción lefebvrista.
Hay una gran desproporción entre los incidentes, pero se trata de una cuestión delicada que requiere serio examen. La negación del Holocausto es hoy considerada un delito en muchas partes del mundo ya que entraña un intento de incitar contra los judíos.
Es grave en especial cuando lo comete un sacerdote que pretende ser parte legítima de la Iglesia católica. Su condena por el Papa es un hecho positivo. La decisión del Gobierno argentino de impedirle seguir conduciendo un seminario eclesiástico y de expulsarlo del país es loable y merece ser destacada.
El programa ``satírico'' es un incidente insignificante que no sé si trasciende de lo que está permitido por la ley pero que, a todas luces, es de mal gusto y puede herir sensibilidades. El Canal 10, al convertirlo en un acto de represalia contra la negación de la Shoá, agrega leña al fuego y jerarquiza una burla de mala calidad, dándole un peso político dudoso.
En definitiva, el problema serio es la tensión que existe, jurídica y moralmente, entre la libertad de expresión y las ofensas, más reales o menos reales, que a veces contiene esa libertad, por lo menos en su percepción por comunidades de fe.
Este tema adquirió gran actualidad internacional a consecuencia de la sensibilidad musulmana contra ciertas burlas, gráficas en especial, que indujeron al Islam a intentar promover legislación internacional contra lo que se calificó de ``difamación de religiones''. La mayoría que los musulmanes pueden reclutar con facilidad consiguió algunas resoluciones en órganos de las Naciones Unidas, y la organización internacional decidió convocar una reunión de doce expertos, entre los que tuve el honor de ser incluido, para examinar el choque que puede existir en la ley internacional entre la libertad de expresión y manifestaciones que pueden constituir incitación al odio contra grupos determinados, en este caso grupos religiosos.
Lo que debió ser una reunión limitada de un grupo de especialistas se convirtió en un acontecimiento político, y a la reunión, que se llevó a cabo en Ginebra en octubre último, asistieron representantes de muchos Gobiernos y de organizaciones no gubernamentales, que quisieron hacerse oir en relación con este tema, que tantas implicaciones de principio contiene.
En última instancia, los voceros de los países musulmanes parecen haber abandonado la demanda de legislación especial contra la difamación de religiones y conformarse con las disposiciones generales que el derecho internacional ha elaborado a fin de determinar cuando se puede limitar la libertad de expresión.
El Artículo 20 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos proporciona una pauta clara: ``Toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituye incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia estará prohibida por la ley'' reza el artículo, restringiendo así los alcances de la libertad de expresión, uno de los derechos fundamentales garantizados por el Pacto, que obliga virtualmente a todos los países del mundo.
Esta es la norma correcta. La libertad de expresión no es absoluta. Puede restringirse cuando implica manifestaciones de odio contra un grupo racial o religioso constituyendo incitación a la hostilidad o la violencia. No toda burla o crítica de una religión envuelve tales consecuencias, pero los límites entre lo permisible y lo prohibido no siempre son fáciles de determinar. No toda caricatura, toda sátira, toda burla, automáticamente justifica prohibición, represión o castigo. Es cuestión de sentido común y buen juicio poner freno a una libertad tan esencial como la de expresión. No parece haber lugar a duda de que la negación del Holocausto, hoy incriminada en muchos países, es un abuso de la libertad de expresión intolerable en una sociedad democrática. Burlarse de los dogmas de una religión puede a veces ser igualmente intolerable, pero no siempre. Es un resbaladizo terreno que requiere tino y delicado tratamiento. Cuanto menos se lo bagatelice más saludable será para la convivencia entre grupos humanos.
En el delicado tejido de las relaciones entre judíos y cristianos, cuanto menos se deje en manos ineptas decidir qué es burla y qué es incitación, menos fricciones innecesarias se producirán seguramente.