miércoles, 10 de septiembre de 2008

Porqué soy sionista



Porqué soy sionista

Moshé Yanai

Reflexiones de un israelí que tal vez no vengan al caso, pero de cualquier modo parecen ser intrigantes. Posiblemente rocen la razón de ser de un pueblo que ha sabido perseverar a través de los siglos.


De entrada, yerra el tiro. Incluso en su país está desacreditado: ya es objeto de museo, superviviente de una época que ya no existe. En el extranjero, ni mencionarlo. Para muchos prototipo del colonialismo más terrible, sinónimo de despojo, opresión y quién sabe qué. En el mejor de los casos, un vocablo obsoleto. En el peor, sinónimo de lo más peyorativo. Desde luego, me refiero al sionismo. Que en cierto modo se rehabilitó aquí cuando en el nadir de su desvergüenza, la ONU declaró que era parejo al racismo. Eso ocurrió en 1975. Pero esa tendencia con el tiempo volvió a decaer.

Y, sin embargo, afirmo que soy sionista. Lo he sido casi toda mi vida, desde que comprendí lo difícil que era ser judío en tierras ajenas. Sin darme cuenta siquiera. Ocultando mi origen, porque era algo vergonzoso, y aspiraba una solución que me librase de esa pesadilla. Para poder ser como los demás, y no ocultarme en las tinieblas de ser diferente, desdeñado y hasta un paria. Algo que ha fructificado dentro de mi ser, aunque no siempre me diera cuenta de ello.

Con el tiempo me hice israelí. Si no nativo, por lo menos hijo adoptivo bien arraigado en donde veía era mi nueva patria. Sionista porque no tenía reparo en ver las cosas objetivamente y... hay tanto que criticar en este bendito país. Lo más banal: la ausencia de esa cortesía tan propia de las tierras que tuve que abandonar. En lugar de la sonrisa, el rostro fruncido. En el mejor de los casos, una mirada indiferente. Pero eso uno de los tantos hilos que trenzan el tejido de una realidad tan diferente, en medio de un desierto que tanto abatía y apesadumbraba. ¿Cómo se puede vivir en este medio que nada parece ofrecer, convivir en una realidad que resultaba tan ajena, extraña?

Algunos no pudieron con todo ello, volvieron a hacer las maletas para regresar de donde vinieron. Nosotros no: sencillamente, y como tantos otros, no teníamos a dónde volver. Y aquí está el quid de la cuestión. No nos quieren en otro lado. En el mejor de los casos, nos miran desconfiados. “Sabes, es judío”. Eso ya lo dice todo. No es suficiente que la Real Academia haya borrado del término la acepción de “avaro” o “usurero”, prototipo de alguien en el que no se puede fiar. Y sin embargo, la crítica de la usura tiene su origen en varios pasajes del Antiguo Testamento, que afirman que tomar a interés es prohibido, desalentado o despreciado.

Pero eso en el mejor de los casos. La base, lamentablemente, no era una simple desconfianza, sino un rencor basado en un hecho milenario cuyo desenlace lo dice todo: la muerte en la cruz. Una norma nada judía, sino de los paganos romanos. La anomalía del caso es que la crucifixión estaba prohibida en la ley antigua judía.

Estimo que el mejor sionista es el israelí, aunque no lo sepa. Incluso llegue al extremo de desdeñar lo que para él es sinónimo de dispersión. La perenne diáspora que en nuestros días está integrada por quienes no quieren o no pueden afrontar la realidad de un Israel acosado constantemente. Un país en donde no es fácil vivir. Pero por muy difícil que sea, es donde nosotros estamos. Y nos quedaremos. Porque no tenemos otro país.


Opinar, no agraviar

Opinar, no agraviar

Autor: Natan Lerner

Ultimamente se han producido varios incidentes, no demasiado graves, relacionados con el mal uso, a veces abuso, de la libertad de expresión, de un modo tal que comunidades religiosas, o etno-religiosas mayores, se sintieron agraviadas. Me refiero a la decisión de una importante casa editorial norteamericana, Random House, de retirar de la circulación el mismo día que debía aparecer, una novela que los musulmanes podían considerar afrentosa para la santidad de Mahoma; el debate agitado que se produjo en la prensa francesa con motivo del despido de un conocido caricaturista por haber publicado un artículo considerado como ofensivo contra la comunidad judía; la demanda del Vaticano de que un museo del norte de Italia retire de su exhibición una estatuilla de una rana crucificada.

Ninguno de estos episodios adquirió la trágica repercusión que hace un par de años tuvieron caricaturas publicadas en un periódico de Dinamarca vistas por los musulmanes como despectivas de Mahoma y justificativas por ello de desmanes que en algunos lugares causaron muertos. Hay lectores que recordarán seguramente la agitación causada por películas, algunas de las cuales ofrendieron a los judíos y otras a cristianos. También se puede mencionar en este tren de evocaciones la nerviosidad causada entre los cristianos por la exitosa pero muy controvertida novela sobre el Código da Vinci, seguida por una película sobre el tema, o el discutido discurso del Papa en Regensburg, hace un par de años.

Lo que tienen de común todos estos episodios es que marcan la intensa sensibilidad de ciertas comunidades, religiosas o etno-religiosas, frente a opiniones criticas contra las mismas y, desde luego, frente a ataques u ofensas que a veces pueden considerarse como dirigidos a incitar al odio contra tales grupos. Los protagonistas más sensibles y a veces violentos de las reacciones causadas por tales publicaciones fueron los musulmanes, que alegan que los atentados en Nueva York engendraron estereotipos y prejuicios que amenazan su paz y su tranquilidad. Tengan razón o no, la cuestión ha inducido a organismos internacionales y observadores serios de la realidad mundial a tratar de determinar cual es el punto de equilibrio entre la libertad de expresión -una de las libertades básicas en la vida democrática- y la prohibición, que existe en instrumentos legales globales y regionales, y en la legislación de muchos países, de instigar contra comunidades étnicas o religiosas con vista a causarles daño.

La Asamblea General de las Naciones Unidas, comités diversos de las mismas e informantes sobre el cumplimiento de diversos tratados anti discriminatorios, han emitido pronunciamientos sobre la cuestión y han llamado a cautela, necesaria para evitar su agravación. Los judíos, víctimas frecuentes de la incitación antisemita, conocemos muy bien el tema, sobre el que he escrito no poco, inclusive en las columnas de este periódico.

Pero el tema se ha tornado más general y, como lo señalé, afecta a otras comunidades también.

Hoy vuelvo a tocarlo, tanto por su repetición, como para justificar mi ausencia de las paginas de Aurora la semana próxima. Soy miembro de un grupo de gente especializada en el análisis de las relaciones entre las religiones y las iglesias, su expresión organizada, y los Estados, a nivel invidividual y como sociedad mundial. Se trata de la International Religious Liberty Association (Asociación Internacional por la Libertad Religiosa) que ha convocado para la semana próxima, en Bucarest, una reunión de expertos para discutir el arduo tópico de la relación que existe entre ``Hate Speech''” (que traduciría como instigación al odio) y ``Religious Defamation”'' (difamación de las religiones. El término religiones” incluye también en este caso las convicciones no religiosas pero relacionadas con la religión, como conviciones filosóficas agnósticas, ateas o similares que implican disentir de las religiosas).

Debo presentar en la conferencia dos ponencias, una sobre ``Libertad de Expresión y la Instigación al Odio'' (por razones étnicas o raciales, religiosas , culturales o nacionales) y otra sobre ``La comunidad internacional y la protección de las libertades religiosas''. El coloquio se llevará a cabo en el Parlamento de Rumania, el famoso edificio construido por Ceaucescu, y será seguido por un programa internacional con participación de autoridades gubernativas, parlamentarias y religiosas. Han sido invitados especialistas de diversas partes del mundo que tratarán de hallar un punto de equilibrio entre dos libertades o derechos humanos fundamentales e igualmente merecedores de protección legal y política.

Ese punto de equilibrio no es sencillo y depende en gran medida de las modalidades constitucionales de cada país pero, naturalmente, hay un standard mínimo que todos los países deben respetar, aunque lamentablemente la realidad mundial es que quedan fuera de la protección cientos de millones de seres humanos.

La influencia de la política sobre la regulación internacional de la cuestión se hace sentir a cada instante. La situación no es la misma en las democracias occidentales, entre las cuales es justo incluir, desde el punto de la libertad de expresion, al Estado de Israel, que en países como China o Rusia, ya sin aludir a Irán o a algunos países musulmanes. La difamación colectiva es difícil de prevenir y/o evitar en sociedades democráticas, que se debaten con el dilema. No hay dudas de que la libertad de expresión no es absoluta y es menester limitar su abuso para evitar ofensas graves contra grupos humanos y sus miembros. Lo difícil es determinar hasta donde puede llegar esa limitación, de manera de no dañar una de las libertades fundamentales y evitar su abuso cuando tiene por meta promover el odio racial o religioso.